Me buscas.
También me dejo buscar. «Si Dios quiere que escuches mi naufragio, por algo será». Normalmente el que busca soy yo. Después de un intento fallido sigues insistiendo y, aun a pesar de esta pierna que se resiste a salir de mi casa (el resto del cuerpo desea y necesita una salida urgente de mi habitación) quedamos para hablar con la “excusa” de este blog (bendita excusa).
Durante el trayecto en coche hablamos de mi lesión y la baja, de música y oración, de San Francisco y el acecho de Dios… Temas que nunca se me ocurre sacar para encauzar la conversación.
Al llegar me sueltas un “Cuéntame tu naufragio” y haces silencio. Bajo la mirada, como siempre que voy a dejar salir el alma (no soy capaz de mirar a los ojos…), hago acopio de fuerzas y empiezo año atrás. Te hablo de mis “juicios”, de los dedos que me señalaron, de mis miedos, mis vacíos, mis soledades, mi proceso de discernimiento, mi Viernes Santo, el dichoso blog, “mi decisión”, las disconformidades, mis fallos… También de mis descubrimientos, de mi “nueva gente”, de mi apuesta, de mi cariño, la esperanza, mi vocación…
Y en medio de estas luces y sombras de mi camino tomas la palabra y me hablas de San Pablo, de tu experiencia, de la cantidad de “gente nueva” que tienes tú a cada momento… y se te nota apasionado. ¡Levantas los brazos cuando hablas del Evangelio!. Comprendes. Empatizas. Aconsejas... Animas.
Acabo la conversación con la sensación de haber sido escuchado y tú concluyes con un “Siempre que quieras hablamos”
A Paco: Bienvenido al Naufragio
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