El día de hoy avanza bastante lento. Toda mi habitación me mira, esperando de mí algo parecido al luto.
La luz que amenaza con colarse por mi ventana es contundentemente frenada por el estor celeste. Sólo unos minúsculos rayos se cuelan recordándome que es de día, que es el día. Los pensamientos de mi maceta esperan pacientes a ser plantados. «No es tiempo de pensamientos» me vuelvo a decir como aquel día, y aún lo creo. Los papeles, esparcidos por la encimera esperando pacientes a ser recogidos saben que hoy no va a ser su día de gloria y que quedarán ahí para mañana o quizás pasado mañana. Un tropel de discos que acompañan a estos papeles me preguntan a gritos desde el silencio: “¿Hoy no hay música?”. Pues no, no la hay, en ningún sitio. He discutido hoy con el teléfono. Demasiadas malas nuevas, demasiados pésames me atacan de nuevo, así que he decidido prescindir de él en un arrebato de libertad. Le di la vuelta al muñeco de trapo, no soporto que me sonría. Una brisa de aire consigue romper la barrera de mi estor en ciertos momentos y mueve al aviador colgado del techo de mi cuarto, con deseos de escapar esta noche, pero irremediablemente preso junto a mis estanterías. Mi cama, deshecha espera que vuelva a hundirme en su centro y -dormir, hacer humo el sueño y olvidarme del mundo por miedo a despertar-* Un par de libretas con canciones a medio hacer reposan sobre mi mesilla de noche junto a La Biblia, el reloj que me regalaron en Puerto Rico, las llaves de mi coche y la rodillera anatómica. También las libretas saben ando débil de verso y prosa y que no es su turno. Sobre el equipo de música un marco de metal con una foto “en misión” y una foto de las últimas de carnet de mi abuelo, y con ella su recuerdo.
Y así pasa el día en mi habitación. Silencioso, lento, melancólico. Como yo.
* “El virus del miedo”, de Ismael Serrano
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