Después del revuelo, de la tormenta, después de enturbiar el agua de mis pensamientos durante varios días (o semanas), la vida por fin me da un respiro.
Parece que todo se ha olvidado. El fin de semana en Cádiz, los días tirado en la cama tocando la guitarra, esa llamada telefónica inesperada de un hermano, el haber dejado las cosas “claras” en las conversaciones pendientes, el pedir una cita para relatar el resto de mi naufragio… Todo lo conquistado en medio de esta nube negra que diría Sabina ha dado fruto. Mi existencia está calmada, la lucha es tregua y el ritmo es pausado.
Los días me ofrecen la oportunidad de disfrutar como cuando estudiante, es decir, “al gusto”. Ayer cené con tres compañeros (y pareja) frente al mar a la luz de la luna. Hablamos y nos reímos. Sufrimos un poco, pero lo justo para saber que seguimos siendo humanos aún en vacaciones, no más. Nos dieron las tantas de la madrugada bebiendo cada uno a su elección (Qué rico el batido de helado de plátano con fresas y zumo de piña…) y conversamos acerca de inquietudes y miedos, de “cosas de niños” y de series de televisión. Esta mañana me levanté y llevé el coche al taller con mi madre y aprovechamos para recorrer el centro comercial el tiempo suficiente como para recordar que odio las compras. No obstante repetimos la operación temprano en la tarde. Volvimos a casa, me probé el traje que usaré en las siguientes bodas por varios años, ajustamos “el largo” del pantalón y me apresuré a ponerme fresco para ir a patinar, aunque ha sido lo que menos he hecho. «Con patines se charla mejor», y es que del banco de la plaza apenas me he movido si no ha sido para volver.
La cuestión es que los días pasan sin hacer mucho ruido. Quizá temen despertar a las nubes que últimamente pululan sobre mis quehaceres, empapando de incertidumbre mis hombros. Sea como sea, se vislumbra el sol, siempre bienvenido.
Por lo pronto, mañana sol, mar y gente querida.
Foto: Antonio Montes (la noche de la cena)
no sé si soplarte las nubes o secuestrártelas!
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